Pagar el soberanismo

«Llegaremos hasta las últimas consecuencias para exigir el control del déficit». Esas eran las rotundas palabras que esgrimía el Gobierno hace un año. «Hasta donde haga falta para garantizar legalmente el control de las cuentas autonómicas», añadían los responsables del Ejecutivo tras haber incluido en la Ley de Estabilidad Presupuestaria la posibilidad de intervenir las comunidades autónomas incumplidoras. ¿Y en qué han acabado tan sabias palabras? En papel mojado. O mejor dicho en un carísimo papel que pagaremos todos los ciudadanos -incluidos, por supuesto, los de los territorios que se han saltado los controles- antes de ser mojado en el caldo soberanista.

Porque el último viraje del Gobierno ya no sólo supone la devaluación evidente del plan de disciplina que él mismo reguló hace un año. Sino que pretende, además, hacer que los gobiernos regionales de los territorios que -como Extremadura, Madrid, Aragón, Asturias, Castilla y León, etcétera- han cumplido con las exigencias de control del déficit tengan ahora que apretar más el cinturón a sus ciudadanos para que, mientras, los incumplidores -Comunidad Valenciana, Murcia, Cataluña, Andalucía o Baleares- puedan consagrar, ya legalmente, un supuesto derecho a gastar más.

Es decir, que el nuevo mecanismo de teórica lucha contra el déficit autonómico se basa en el impresentable principio de que cada político territorial que de veras se comprometa en el control del gasto será castigado con nuevos recortes. Mientras que aquel que incumpla las exigencias de austeridad será premiado con la posibilidad de consumir el dinero ahorrado por el resto de sus compatriotas.

Pero si el cambio de criterio resulta indefendible en su conjunto, cobra tintes incalificables cuando se descubre el nombre del inspirador de semejante disparate: la Generalitat, un Ejecutivo regional que ha incrementado su deuda en sólo dos años en 16.000 millones hasta situarla en 51.000 millones -dos veces y media la de Madrid- con un único fin: construir un paraestado inconstitucional que fraccione la unidad de España.

Es decir, que llegamos a la lamentable conclusión de que el resultado final del cambio planteado por el Gobierno tendría como consecuencia que el resto de españoles pasásemos más penurias de las necesarias para que la Generalitat pudiera seguir financiando su avance paulatino hacia el soberanismo -a corto, medio o largo plazo-.

¿O acaso alguien duda de que premiar al chantajista, lejos de disuadirle, incrementará su osadía?